El cumpleaños de 15

“El pibe tigre a-quell/del barrio Carlos Gar-delll…”, la voz de sierra eléctrica que salía del aiwa de 5 discos retumbaba en todo el patio y amenizaba la solitaria mateada de Jorge Fernández aquella cálida tarde de marzo. En medio del recital (sobra aclarar que entre mate y mate el muchacho berreaba de lo lindo), llegó una adolescente pelirroja, sobre en mano:
-Hola Lorenita ¿que haces por acá?
-Vine a traerte la invitación para mi cumple
- ¡15 ya!, como se pasa el tiempo che

En ese momento Jorge empezó a recordar aquella época en la que junto con el colorado Muñoz, el enano Palacios y el gordo Papagni, frecuentaban cuanto cumpleaños de 15 había en el barrio o fuera de él, estén invitados o no. La vergüenza del vals, las expulsiones cuando era descubierta su calidad de colado o las escapadas a jugar al bowling cuando la fiesta era muy aburrida. Las noveles borracheras, las infaltables vaquitas pro-compra de cigarrillos para echar los primeros humos de Saratoga, Derby suaves, LeMans azul y los infaltables Kool mentolados, más al alcance de su precario bolsillo adolescente. En ese garabato de recuerdos se mezclan imágenes de las primeras salidas a los asaltos del barrio, dónde los 4 inseparables caían con sus respectivas botellas de gini-cola, crush o fanta pomelo para fingirse expertos bailarines de Lambada con el único objetivo de conseguir acercamientos femeninos…

-che, tío ¿dónde estas?
-eh
-estas como, no sé, en otro lado
-no, no es nada, pero llevate la invitación, no la quiero
-¿Qué, no venís?
-Si lore, si, pero sabes que: prefiero colarme.

El hombre que jugó al truco con el diablo

El colorado Julio era muy ducho en asuntos de naipes, además de pelirrojo claro está. Adquirió grandes habilidades en las horas libres de su época de regular estudiante del bachiller pedagógico. Era muy bueno jugando al truco y al tute cabrero (quizás el mejor del pueblo), pero carecía de suerte en el chin-chón y en la loba, y era totalmente torpe en la escoba de 15 (tal vez por sus carencias matemáticas), a tal punto que la gente comenta que una noche -algo entrado en copas- levantó dos veces seguidas el siete de oros por confundir su mazo con el de repartir.
Una fría tarde de verano (¡tiempo loco!) el colorado estaba en el bar del pueblo haciendo un solitario pirámide cuando llega un parroquiano a comentar que un forastero trajeado, presumiblemente de la capital, se viene presentando como campeón de truco. Julio levantó apenas la mirada y siguió en su tarea. El foráneo elegante, con traje rojo, camisa negra, corbata al tono, anillo de oro con una piedra colorada en el dedo chiquito (uña larga incluida) se acercó a la mesa del muchacho y le dijo:
- Usted es Julio Muñoz
- Si
- Dicen que es muy bueno jugando al truco
- Eso dicen.
- Yo soy Gutiérrez, me dicen “el Diablo” Gutiérrez –gritó-. Le juego
- Déle.
- Me dicen el diablo porque lo soy, Muñoz –le susurró mientras se sentaba-.
- ‘Ta bien -respondió Julio, incrédulo como siempre-.

Gutiérrez se sentó, y luego de determinar quien era la mano y que el partido sólo se jugaría a 15 malas, procedió a mezclar para comenzar con le juego. Fue un encuentro parejo con idas, venidas, mentiras, verdades, truques y retruques, hasta que después de casi media hora llegaron empatados a 14 a una última e inevitable mano. El bar estaba en silencio y expectante. El colorado repartió. El Diablo se acarició su chivita, sonrió dejando brillar su diente de oro y jugó callado el as de oros. Julio lo miró a los ojos y le dijo “falta envido”. “Quiero 26” respondió el visitante. Julio con una leve mueca de sonrisa, orejeó otra vez sus 33 de espadas, volvió a sonreír y le dijo “son buenas” mientras se iba al mazo pensando que para vencer al diablo no es necesario ganarle, basta con engañarlo.