Amigos son los amigos

Cuando escuché a Pablito Rago decir en el primer capítulo de Amigos son los amigos que su madre lo había abandonado para irse a Mallorca jamás imagine que unos años después estaría instalado aquí, un lugar espectacular a pesar de la ausencia de barritas de azufre y zapallitos de tronco. Hace ya 8 años que llegué a la isla, empujado por el corralito, la crisis socioeconómica permanente, los choreos o la joda que había acá (en realidad hay jolgorio aunque yo no esté para esos trotes ya). Tenía 22 años cuando cruzé el charco con una mochila llena de sueños de futuro, incertidumbre y cagazo.

Hace poco vino mi amigo el Negro, un hermano diría yo, vino con todas las intenciones de quedarse y eso viene bien porque cada tanto agarran los bajones, y cuando la nostalgia ataca mejor tener alguien cerquita, que haya vivido cosas lindas al lado tuyo, que haya estado siempre, en las buenas y en las malas. Daniel era una de esas personas. Con el Negro Dani habíamos compartido todo lo imaginable y más: fútbol 5, primaria, secundaria, porros, machetes, rateadas, velorios, sábados de boliches, viernes de vino con jugo y cancha. Habíamos reído mucho juntos, también lloramos otras tantas abrazados, sin decirnos nada, y no hay nada que hermane más a dos hombres que un llanto compartido.

Dani le cayó muy bien a Isabel, mi novia desde hace seis años (hace ya tres que vivimos en pecado) y eso estuvo bien porque evidentemente mi amigo se iba a quedar en casa todo el tiempo que haga falta. Interminables noches de recuerdos, plagadas de anécdotas, risas, vino tinto, cigarrillos, empanadas y pizza. Cuando nos íbamos a dormir, Isabel me decía despacito en la oreja:”qué bonito lo que tenéis vosotros, nunca lo perdáis, por favor”. Los primeros días del Negro me lo llevé un par de días a repartir Coca cola, para que me eche una manito y para intentar recuperar en alguna medida el tiempo perdido. Además a pesar que yo llevaba bastante tiempo trabajando en lo mismo no podía colocarlo, pero si me acompañaba se lo podría presentar en algún restaurante de los tantos que abastecía. Así fue y en una semana Dani ya estaba cocinando en Europa, uno de sus sueños se cumplía gracias a mí y yo era muy pero muy feliz.

Después de un mes trabajando a full, el Negro quería buscarse un departamentito para empezar a hacer su vida acá más suya y, según él, no joderme más. Yo le dije que no se haga drama pero le convenía ir con Isabel ya que alguna gente no le gusta alquilarle a extranjeros y era mejor si iba con una “galleguita” como le decía él (él y toda mi familia). El jueves Dani tenía libre en el restaurante y dormía plácidamente mientras yo me iba trabajar como cada día e Isabel se levantaba con un montón de direcciones anotadas prolijamente en una libretita verde. Cuando llegué a la planta el camión estaba roto y mi jefe me dijo que me podía ir. Me metí en el auto y salí para casa. “Nos tomamos unos mates y después los acompaño a ver pisos” pensé. Estacioné, subí corriendo a casa y cuando abrí la puerta Isabel desnuda cabalgaba sobre la cintura de mi amigo del alma.

“Yo no tengo amigos –me dijo una vez el Gordo Martín, compañero de laburo-. Los amigos siempre te cagan, te vas a laburar y se cogen a tu mujer”. Esa predicción echa inocentemente 7 años atrás en una comida laboral me retumbaba en la cabeza aunque fue lo tercero que se cruzó por mi mente. Lo primero fue cagarlo a trompadas a él y lo segundo darle doscientos mil garrotazos en la cabeza a ella, pero no hice ninguna de las dos. Me quedé parado un minuto, inmóvil, en silencio masticando rabia. “Saben que: váyanse a la reconcha de su madre” fue lo único que pude decir antes de cerrar de un portazo y bajar la escalera llorando en silencio. Roto y otra vez solo.