Din don dan din don dan!

Los asiduos de este espacio saben o al menos intuyen, que la navidad me rompe soberanamente las bolas. También lo conocen mi familia y mis amigos, quienes muchas veces me acusan de renegado o en el peor de los casos de amargo, y quizás tengan razón, pero mi naturaleza humana no evita que, año tras año, sienta esta desidia hacia las fiestas en general y al 24 en particular.
La tortura empieza el 8 de diciembre y se extiende hasta que junto la caca del camello el 6 de enero por la mañana. En este periodo la gente se enloquece, la fiebre consumista se multiplica y se utilizan palabras raras (borla, lameta) que no se escuchan el resto del año, la gente decora sus casa con pinos de plástico, miles de papas noeles salen a la calle y al Toledo, a regalar caramelos y tita’s mientras se hacinan dentro de su polar atuendo gentileza de la cocacola.
Otro tema navideño que me tiene a maltraer son las dichosas lucecitas, que un día entre los días abandonaron los árboles, para instalarse definitivamente en nuestras fachadas, en nuestros balcones y hasta en nuestros resilines. Ese parpadeo eterno, ese villancico agudo que se clava en la oreja, perfora el oído, taladra el cerebro y antes de perderse en la infinidad de la noche te revuelve las tripas. No quiero olvidarme de la amabilidad de las autoridades ciudadanas que, este año han decidido una vez más colgar las decoraciones lumínicas callejeras del balcón de mi casa, para que no pueda estar con las patas apoyadas en la mesita ratona tomando mate en tranquila oscuridad mientras escucho los grandes exitos de Gaby, Fofó y Miliki.
De todas maneras no piense usted, amigo lector, que soy un desalmado. Que incumplo mis compromisos familiares encerrado en una cueva hasta que pase todo. No. Ceno con mis allegados (sin necesidad de aguantar a ningún cuñado indeseable), compro regalos para las personas que sé que cada nochebuena tienen envuelto un calzoncillo con mi nombre bajo su árbol y hasta alguna vez me habrán visto – cuatro Ananá Fizz después- haciendo trencito al grito de “Camelia, Camelia, Camelia…Camelia de mi corazón…”. “Al final tanto quejarse para terminar como todo el mundo” dirá usted no sin razón, pero el placer de pasarme todo diciembre quejandome de las fiestas y todo el 24 criticando despiadadmente al cuñado indeseable que no hay que soportar, ¿quién me lo quita?.