Una calurosa y húmeda tarde de febrero, el Colorado Julio, tomaba unos mates debajo de la planta que tiene en el patio de su casa mientras escuchaba un cassette (tdk negro) de Llos Fabulosos Cadillacs que había encontrado en una desvencijada caja de Converse convertida en archivo musical de su juventud. Mientras pasaba la cinta los recuerdos inevitablemente le pasaban como flashes, pero por la fecha y por los ritmos hubo uno que resalto sobre el resto: el carnaval.
Empezó recordando aquellos primeros disfraces de indio o de payaso, esas interminables guerras de bombuchas de varones contra mujeres del barrio, en la que perseguían (junto a los demás sabandijas) a Patricia -más desarrollada que el resto- ya que los bombazos de agua despertaban sus tímidos pezones. Pasó por su mente cuando con el enano Palacios apuntaban con la nieve la cabeza de un pelado en el humilde corso del barrio sur o aquella vez que iban al desfile principal de la calle 9 de Julio y encontraron una calle vacía de murgas y comparsas, (aunque llena de papel picado y latas vacías) porque el carnaval había terminado mientras ellos se entonaban con vino en caja rebajado con jugo Tang en la casa del gordo Papagni.
Su cabeza repasó también ese Cura perverso que encarnó el día del cumpleaños de la futura ex de su amigo disfrazada premonitoriamente de bruja, pero esa es otra historia. Hoy son otros tiempos. Lla gente, apurada, ya no se disfraza y del corso del sur no queda ni siquiera las latas vacías. Julio, apura el penúltimo mate de una chupada larga y justo cuando hace ruidito del final suena el teléfono (y va como un loco a su encuentro): “Hola (…) ¿qué hacés Gordo?, justo me estaba acordando de vos (…) ¡en serio me decís! (...) buenísimo, me cambio y voy para allá”